Casi siempre el dilema es falso. No es la razón o la fuerza: la fuerza otorga derecho a la razón. Charles de Gaulle, que entendía el mundo con la frialdad de los estadistas históricos, apostó temprano por una Francia nuclear.
La force de frappe era el acto fundacional de una soberanía real, para nada un capricho tecnológico ni una aventura militar. Francia, con su arsenal atómico, se sentó a la mesa de los grandes no por su retórica diplomática, sino por su capacidad de destrucción.
Los hechos lo han confirmado con brutal elocuencia. El selecto P5 del Consejo de Seguridad de la ONU no está integrado por los más virtuosos ni por los más justos, sino por los que poseen armas nucleares. La arquitectura internacional, tan adornada de discursos humanistas, descansa en último término sobre la amenaza de aniquilación recíproca. La legalidad se discute; la capacidad de disuasión, en cambio, se impone.
Israel ofrece hoy una versión contemporánea de esa misma lógica. Sin reconocer formalmente su condición nuclear, ejerce su primacía regional desde el blindaje atómico. Desde ahí somete, frena y humilla a Irán, un Estado milenario, con siglos de cultura, ciencia y civilización, pero cuyo acceso definitivo al arma nuclear es obstaculizado sistemáticamente. No media un principio de seguridad colectiva, sino el simple hecho de que su incorporación alteraría el delicado equilibrio de poder que otros —los ya armados— no están dispuestos a compartir.
En la gran política, los débiles pueden invocar principios; los fuertes dictan las condiciones. Como en Gaza, donde la barbarie y la civilización han hecho causa común.
De Gaulle lo vio con la lucidez del que sabe que, al final, la razón solo sirve si va escoltada por la fuerza.
Tomado de Diario Libre.
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