Por Héctor Plata
Anasilia nació en Batey 7, en el municipio de Cristóbal, provincia Independencia, años después de la dictadura de Trujillo. Es dominicana por nacimiento, por lengua, por cultura y por arraigo. Sin embargo, a los ojos de la ley, sigue siendo una persona sin documentos. Una sombra.
Es descendiente de braceros haitianos traídos por el propio Estado dominicano para trabajar en los cañaverales durante los años más oscuros y explotadores de la industria azucarera. Su madre logró conseguir una cédula, pero Anasilia nunca fue declarada en el registro civil. Desde entonces ha vivido al margen del sistema, como tantos otros nacidos en los bateyes: invisibles para las instituciones, pero imprescindibles para la sociedad.
Trabajó durante décadas como empleada doméstica. En algún momento emprendió un pequeño negocio de fritura en la playa de Boca Chica, pero luego volvió a su pueblo natal, donde aún sobrevive con trabajos informales. Tiene un hijo, también indocumentado, que se gana la vida en la construcción y vive con el miedo constante de ser detenido por Migración. Como él, muchos otros hijos de esta tierra viven con el temor de ser expulsados a un país que no conocen, al que no pertenecen, pero al que son asociados por su origen.
A sus 63 años, Anasilia nunca ha tenido una cuenta bancaria, nunca ha votado, ni ha podido hacer valer ninguno de los derechos civiles más básicos. A diferencia de algunos de sus hermanos, que obtuvieron documentos gracias a gestiones políticas durante los gobiernos de Balaguer, ella quedó fuera del sistema.
Su infancia transcurrió en los barracones del batey, sin agua potable ni electricidad, entre el polvo y el abandono. Después de la caída de la industria azucarera, los bateyes quedaron sumidos en la pobreza y el olvido. Para los indocumentados, la propiedad era casi un lujo inalcanzable: sin papeles, cualquier capataz podía arrebatarles lo poco que tuvieran, incluso la tierra que cultivaban para sobrevivir.
Hoy, el mayor temor de Anasilia es ser detenida y deportada. “Nunca he ido a Haití. Ni siquiera sé dónde queda Jimaní”, dice con voz quebrada. Hace poco, una patrulla de migración la detuvo cuando iba a trabajar en quehaceres domésticos. La subieron a un camión, pero gracias a la intervención de un buen samaritano, fue liberada. Salvada por la solidaridad, no por el sistema.
Un conocido ha comenzado el proceso para declararla legalmente, pero le piden una constancia de nacimiento de un hospital o una partera que ya ni existe. Aun así, Anasilia tiene miedo de acercarse a las autoridades. Teme ser detenida en el intento de reclamar lo que le corresponde.
Su historia no es única. Es el rostro de una realidad que persiste en muchos rincones del país: personas nacidas y criadas aquí, que no son reconocidas como ciudadanas. No haitianas, no extranjeras, pero tampoco dominicanas, porque el sistema no las registró. La historia de Anasilia es la historia de una deuda moral del Estado dominicano.
En medio de las legítimas acciones del gobierno para controlar la migración irregular, no podemos cerrar los ojos ante dramas como este. La aplicación de la ley no debe ser ciega a la historia, ni ajena a la compasión. Anasilia y muchos como ella merecen justicia, no solo legal, sino también humana.
Porque ningún país puede considerarse justo si niega el derecho a existir a quienes han vivido toda su vida en su territorio, han trabajado para su gente y han construido, en silencio, su identidad nacional.
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